En vísperas del famoso chupinazo que marcará el bullicioso comienzo de los Sanfermines nos hemos llegado a este hermoso rincón de nuestra geografía para acercar tan brava región al resto de España donde el juego con el toro tampoco nos es ajeno porque forma parte de nuestra historia y de nuestras tradiciones, de los gustos del pueblo y de la gallardía de sus gentes que tienen el coraje para jugarse la vida por un pulso atávico difícil de explicar, pero que representa una incontrovertible realidad a la que no se puede volver la espalda.
Navarra es una de las regiones más taurinas de España con una manera muy peculiar de entender nuestra fiesta nacional. Se conoce como encierrillo la operación de trasladar las reses desde los corrales del Gas a la Rochapea hasta el corralillo de Santo Domingo. El traslado es nocturno entre las diez y las once de la noche. Los toros, que fueron desembarcados de sus camiones son trasladados al Gas en un rápido y emocionante, aunque breve, recorrido rompiendo el silencio de la noche el campaneo de los cencerros recorriendo a gran velocidad la llamada Callejuela de los Toros, plazuela del Arriasco, puente de la Rochapea y subida hasta el coralillo de Santo Domingo donde quedan instalados.
El reloj de la torre de San Fermín está a punto de dar la hora. Javier Ezonaga enciende el cohete. Los mozos corren hacia el lugar donde vienen los toros que, atolondrados, se encuentran de pronto en plena calle rodeados de los cabestros. El encierro ha comenzado.
Que el encierro conlleva un enorme riesgo es algo que hasta los menos aficionados conocen. El toro, le pese a quien le pese, aunque lo presenten algunos ingenuos increíblemente como un animal doméstico y maltratado, no deja de ser una fiera poderosísima que cornea con ciega furia a cuanto se pone en su camino.
Las cogidas se producen en el encierro por numerosísimas razones. La principal, sin duda, la del toro o los toros que se quedan rezagados. Cuando se rompe la carrera de los astados arropados por los bueyes el peligro es tremendo. El toro pierde el atolondramiento del correr en grupo entre un fenomenal griterío y se siente de pronto seguro de su propia personalidad, dispuesto a la lucha a salir de aquel ambiente que le es extraño.
Los percances se suceden también por torpezas de algunos corredores novatos, por la masificación del encierro, por errores que se pagan muy caros. No es cierto que el mocerío corra en malas condiciones. Lo hacen siempre frescos y en plenitud de facultades. Otra cosa es saber correr delante de los toros. La experiencia produce serenidad. Los reflejos funcionan plenamente, difícilmente se atropella a uno aunque nadie esté libre de que los demás en su atolondramiento derriben a algún corredor o lo arrollen empujándolo al percance.
La suerte es un factor importantísimo en cualquier aspecto de la tauromaquia. La cornada se puede producir de la manera más tonta y sin embargo se escapan milagrosamente quienes están en el suelo a dos dedos de las puntas de los pitones, perdonándole el toro la vida sin hacer por la víctima propiciatoria.
Las imágenes son más reveladoras que la literatura de la indescriptible emoción del encierro que viven los corredores en toda su intensidad pasando por un riesgo absolutamente gratuito sin otra recompensa que la satisfacción de haber cumplido con una tradición secular heredada casi siempre de sus mayores. Orgullosos de una afición que se lleva en la sangre.
Los heridos son trasladados al hospital salvo aquellos que resultan corneados dentro de la plaza. El doctor Héctor Ortiz y su equipo atienden a alrededor de 40 heridos diarios en la enfermería del coso pamplonés.
El último tramo del encierro, el popularmente conocido como el de la Telefónica, suele arrastrar a gran número de corredores por aquello de la íntima satisfacción de entrar en el ruedo triunfantes ante la vista de miles de espectadores que cada mañana llenan el coso pamplonés. Y es aquí, a partir del doble vallado que conduce al callejón donde se pueden producir los amontonamientos si varios corredores se caen tropezando los unos con los otros y formando un tapón humano como el del año 1975 de graves consecuencias. Los toros intentan saltar por encima de los corredores. Mozos y toros aparecen revueltos. Se produce lo que en el argot del encierro se llama los montones tan temidos por los participantes, porque ya no vale saber correr. Queda el corredor atrapado en la trampa de la masa. Sólo la suerte puede salvarle de las contusiones, de las fracturas o de algo peor.